Nº 200 - 24 de octubre de 2011

El Pulso, nuestro canal de comunicaciones institucionales
Leer más..

Antes de ahora
Leer más..

Indiscutida presencia nacional
Leer más..

El Pulso N° 83 16/03/2009

El profesor emÉrito de la U. de Chile,
doctor RaÚl Etcheverry, cumple cien aÑos
Torrente de sangre y versos

Doctor Raúl Etcheverry Barucchi

Como receta para la longevidad,
y rima para la posteridad,
el Padre de la Hematología ha dicho:
Estar bien con Dios, fácil,
y con los demás, difícil,
Perdonar,
No odiar,
Sin dejar en entredicho
Aquello que se puede olvidar.

Cien años, treinta y seis mil quinientos días de vida en los que su corazón, hoy fibrilante a veces, ha bombeado la sangre hacia su cerebro, su microscopio y su pluma de poeta. También a su alma, “...misterio aún en Psiquiatría, es una síntesis de todo lo bello en poesía” , enriquecida en toda etapa gracias a todos sus maestros y con el profundo saber que sólo se llega a viejo estando bien con Dios y con los demás, sin haber odiado a nadie. Riendo aún, “aunque quizás esa sonrisa sea verde”, dice, porque el dolor escuece siempre aunque él lo manotea rápido, como a las lágrimas.

El doctor Raúl Etcheverry Barucchi, profesor emérito de la Universidad de Chile, Maestro de la Medicina Interna y Padre de la Hematología nacional, está por cumplir un siglo de vida. Aunque él dice que ya tiene una centuria, “porque hay que contar el tiempo de gestación”, así que el 9 de mayo próximo sólo celebrará el tiempo que lleva desde su primera bocanada de aire en su natal Córdoba, Argentina.

Primogénito de Raúl y Santina, nació del amor prohibido entre un vasco y una italiana judía, por lo que su vida en común no partió con las bendiciones de rigor sino que después de un rapto. Su padre, a poco andar, se vino con otros cinco familiares a Chile a probar fortuna, por lo que se estableció con una curtiembre. Años después llegó él, junto a su madre y su hermana, a iniciar su escolaridad en el Instituto Nacional –donde se trenzaba con algunos compañeros por su nacionalidad trasandina y lugar donde escribió su primer poema, titulado “La huerfanita”- y a emprender un camino dedicado, simplemente, a su amor por la vida.

Tifus de infancia y de tesis

Así, superó un tifus exantemático a los 9 años –creyeron que era sarampión- y al peor destino de una repitencia escolar anunciada por su larga ausencia, de la que libró por ser el primero del curso. Llegó a estudiar Medicina a la Universidad de Chile, convencido y coherente con lo que había sido su eterno deseo, sin arredrarse ni ante el temido doctor Hernán Alessandri, a cuyo Servicio llegó con los otros “mosqueteros de armas universitarias contra la muerte” –sus compañeros Losada, Castillo y Bobadilla; él era D'artagnan-, ni ante los 64 enfermos de... tifus exantemático, que debió atender en el galpón del Regimiento Cazadores. Su supervivencia a la epidemia, misterio para el médico jefe a cargo, la dilucidó él mismo, recordando el diagnóstico equívoco de su infancia, que lo vacunó contra la muerte segura. Por esos pacientes escribió su tesis, tan voluminosa que está seguro que lo aprobaron con distinción porque los docentes prefirieron sólo hojear tan magna muestra de sabiduría, recogida de aquella amenazante asistencialidad y de los secretos de la hematología, develados junto al doctor Gabriel Gasic en el Laboratorio Clínico del Hospital del Salvador.

Luego de recibido en 1934, se dedicó al control hematológico de los pacientes del Servicio de Medicina Interna del doctor Alessandri, haciendo aportes en diversas áreas. Por ejemplo, fue su estudio de la citología de los neoplasmas el que demostró que el Papanicolau servía para hacer el diagnóstico citológico de tumores, contradiciendo a importantes clínicos, que decían que estas anomalías no tenían caracteres celulares propios. Asimismo, desarrolló exploraciones en un principio resistidas, pero que hoy son técnicas de uso diario, como la punción medular o de ganglios.

La sangre de Chile y sus pacientes

Ya en la década de los ' 50, añadió a sus áreas de interés la Antropología , recorriendo Chile entero para contribuir a un atlas hematológico, descubriendo que la etnia mapuche se caracteriza por ser grupo O y la polinésica, del A, así como también otras importantes características propias de las diferentes razas autóctonas. De esas investigaciones adquirió lo que él llama la “maldición de Tutankamón”, pues respiró arsénico al disectar músculo esquelético de las momias de San Pedro de Atacama, sustancia que se alojó en un pulmón, produciéndole un cáncer que fue extirpado, pero que se le ramificó a una costilla, por lo que debió someterse a radioterapia con inmejorables resultados.

Pero además tuvo la generosidad de compartir tan importante acervo con muchas generaciones de estudiantes de medicina y de la especialidad, de los cuales él destaca a los doctores Alberto Daiber –padre e hijo-, al doctor Carlos Guzmán Lira y al doctor Katalinic. Y a otros, incluso más allá de las fronteras nacionales, como es el doctor Esteban Boris, quien es hoy el Maestro de la Hematología en Mendoza, por lo que él y sus seguidores nombraron al doctor Etcheverry como “Protomaestro”.

Ellos, pero sobre todo sus pacientes, fueron beneficiados del enorme saber y la gran entrega del doctor Etcheverry. Entregado a profundizar en la hemofilia, enfermos pasaron por sus manos y por su “medicina de los cinco sentidos”: aquella sin los sofisticados exámenes actuales, pero con oídos, ojos y corazón para atender, dando diagnósticos tan acertados como los que se interpretan después de leer cientos de resultados en blanco y negro.

El Maestro y los versos

Toda esta trayectoria lo llevó a integrarse a la Academia Chilena de Medicina, primero como miembro correspondiente –gracias al apoyo y la gestión del doctor Alessandri- y luego como miembro de número, ocupando el sillón que su maestro dejara, cerrando así un círculo de colaboración, admiración, trabajo conjunto y amistad que les llevó décadas. “Tu fuiste el sembrador del germen o semilla/ que fructificó en tus alumnos dilectos/ como en los arados surcos de tierra fecunda/ madura el racimo, crece la espiga, dora la mies/ ¡Qué tiempos aquellos, Maestro/ y qué pena que no puedan volver!”

Hizo su última clase a los 96 años, para dejar de quitarle el cuerpo a su amada poesía, reencontrándose con tempranos versos en los que recordaba su primer amor –“una viudita de 27 años, cuando yo tenía 20”- o las rimas regaladas a la ternura de una pequeña nieta, impelida a emprender vuelo a los 18 meses, hecho que cambió su risa franca por la “verde”, aunque perdonó. Es el trabajo que espera en su escritorio, rodeado de pinturas hechas por familiares y pacientes, por sus nueve hijos y muchos nietos. Los recuerdos de sus 146 compañeros de la generación de 1934, con la mayoría de los cuales se reunió anualmente hasta sólo quedar él, pueblan su memoria de evocación y auscultan, rigurosos, los versos en la sangre del poeta.

Cecilia Valenzuela


PULSACIÓN SEMANAL
El Pulso
 © Todos los derechos reservados
elpulso@med.uchile.cl